Vivir con dignidad

Hoy quiero recordarte como la gran mujer que fuiste, mamá. Te tocó vivir en una época donde la educación y las buenas costumbres no tenían debate, tenías que prepararte para ser una esposa obediente, asistir a tu marido en sus necesidades, resolver todo en casa. La última persona en ser tomada en cuenta eras tú. 

Cómo no admirarte si aún no sabiendo leer ni escribir te fuiste dando cuenta del valor que tenías en la familia. El tiempo transcurrió, cambiando tu cabello oscuro en hilos de plata. La frescura de tu piel se fue, pero conservabas tu hermosura. Tus pasos eran lentos, pero fuertes para seguir recorriendo los caminos. Conservaste tu esencia, tus valores, tu integridad, tu amor a la vida. Defendiste el respeto a tu persona y a tus ideas y tomaste decisiones siempre con aplomo, pero al mismo tiempo con sutileza y sabiduría. 

En ocasiones hiciste parte de tus charlas sobre la soledad. Pensabas que era mejor platicar con ella que con oídos sordos. Ya de grande, te escuchaba al bañarte tararear alguna canción de antaño, no había prisa, el tiempo compartía tu vejez.

Por fin podías saborear un aromático café, escuchar la música que te gustaba recordando los bellos momentos de la primera ilusión, el primer amor, los maravillosos instantes  vividos con la hermosa familia que formaste.

Estoy orgullosa de ti mamá, mujer inteligente y eterna, me enseñaste que no se necesita tener una preparación extensa para ser sabia.

Cuando ya te ibas me miraste y con voz pausada dijiste: “Sé siempre fuerte, Teresa, enfrenta los cambios con entereza, con la frente en alto y con fe. Eso, hija mía, es vivir con dignidad”.