

Estoy jubilado y nací en 1952, pero no pertenezco a la denominada generación boomer española. Sin embargo, si hubiera nacido en cualquier otro país de la Europa occidental, lo sería, porque aquí la explosión demográfica se produjo después, como consecuencia de la pobreza y hambruna de nuestra población por la dictadura franquista, que retrasó nuestro desarrollo. En cualquier caso, yo soy feliz habiendo nacido en España y no estoy cómodo en la identificación de las sucesivas generaciones con anglicismos. Es el caso de boomer o letras del alfabeto como Z o X. Prefiero quedarme con las de niño, joven, viejo...
De niño viví largas temporadas con mi abuela materna y aquella confrontación entre el capricho infantil y la austeridad fruto de la necesidad practicada por mi abuela –siempre perdía yo– la recuerdo con cariño y fue una de mis primeras enseñanzas sobre la vida, aunque esto lo descubrí mucho más tarde. Creo que forma parte de la naturaleza de las cosas que los jóvenes empujen y que los viejos nos quejemos de que ya no hay respeto –expresión de la polaridad en las sociedades– y no es aquí donde está el problema. El problema lo provoca un término parecido y muy actual, la polarización, y el relato sobre el que suele cabalgar, construido a partir de determinados datos.
Los datos dicen que la generación boomer es más rica que las generaciones jóvenes, que cobran bastante más que lo que cotizaron o que su renta es superior a la renta media europea. Todo ello es el soporte para generar un relato que lleva a la siguiente conclusión: “el problema son los boomers”, nacidos entre 1957 y 1977, obviando que si están jubilándose en estos últimos años con dignas pensiones, se debe estrictamente a sus muchos años de cotización y de la cuantía salarial que han percibido a lo largo de su vida laboral.
Este relato que azuza el enfrentamiento entre generaciones es relativamente recurrente en España y tiene un antecedente: cuando se presentaba la rebaja del coste del despido como el imperativo categórico para resolver el paro juvenil, ya que el contrato fijo del padre era la explicación de la precariedad del hijo. La imputación la sufría, no exclusivamente, esta misma generación, y así hace años la inducción a la “guerra” era de hijos frente a padres, y ahora es de nietos frente a abuelos. Pero ¿es que no se han hecho reformas sobre nuestro sistema de pensiones?
España es uno de los países de la UE –probablemente el que más– donde se han hecho a lo largo de los años distintas reformas, unas pactadas y las otras adoptadas de manera unilateral por los gobiernos. A partir del año 1995 se alcanzó un Pacto de Estado, el Pacto de Toledo, que fijó un mecanismo de reformas del sistema público de pensiones a través del Parlamento, donde se alcanzan unas conclusiones de carácter general que se reenvían al diálogo social entre sindicatos y patronal para su mayor concreción. El Pacto de Toledo pretendía también sustraer de la confrontación partidaria –es decir, de la polarización– el futuro de las pensiones, y ese es uno de sus activos democráticos que en la actualidad está en serio peligro.
La polarización también entraña un riesgo, que es el de la paralización, y ese es uno de los problemas que llevamos arrastrando desde hace años. Los debates forzados proponiendo soluciones simples a retos con muchas facetas, en gran medida nos ha incapacitado para abordar –y encauzar su resolución– las debilidades de la economía y el empleo en España.
La situación de precariedad, bajos salarios y carencia de vivienda de los jóvenes españoles no se debe a la cuantía de las pensiones de los jubilados, sino a nuestra débil productividad, que provoca que, aún generando mucho empleo, como en la actualidad, los salarios sean bajos y, aunque haya una relación de cotizantes/jubilados actualmente de 2,4 a 1 –ha ascendido en los últimos años– los ingresos sigan siendo insuficientes. Los ingresos por cotizante en relación con 2019 deberían haber aumentado –hay algunos cálculos estimativos, según el aumento del número de cotizantes y el de las bases de cotización– en un 7% más del que han experimentado simplemente si se hubieran mantenido los niveles salariales reales de 2019. Esto hubiera supuesto la reducción de las aportaciones del Estado de forma significativa y apunta a un deterioro de los salarios y de la calidad del empleo preocupante en estos últimos años.
Es el tamaño medio de nuestras empresas, el retraso en I+D+i, las insuficiencias educativas o nuestra excesiva dependencia de los Servicios vinculados al consumo, como la hostelería y el turismo, los que explican los problemas de los jóvenes. Debates como los que culpabilizan a los jubilados solo sirven para desenfocar el objetivo, generar tensiones y propiciar la paralización de iniciativas para remediar esta situación.
Sería fundamental un acuerdo institucional y social sobre el empleo y la productividad, incluyendo la reducción de jornada, la mejora de la formación, la doble transformación verde y digital y las políticas de vivienda. En estos últimos años se nos ha abierto una ventana de oportunidad con el relajamiento de las reglas fiscales de la UE y los Fondos Next Generation que no estamos aprovechando adecuadamente, porque la polarización rampante paraliza la búsqueda de los necesarios acuerdos. Y así, entre 2022 y 2023, más de 800.000 jóvenes titulados españoles, arquitectos, ingenieras, médicas, enfermeros o informáticos se han ido de España a otros países, donde han encontrado mejores salarios y mayor reconocimiento social, y están contribuyendo al cambio digital, la transformación verde y la mejora de los servicios para las personas de esos países. El problema no son los boomers, sino la falta de consenso político.