
Martes 6 de mayo de 2025
4 minutos
Son las doce del mediodía. El senador Ransom Stoddard (James Stewart) y su esposa Hallie (Vera Mills) llegan a Shinbone, un pueblo del lejano Oeste para asistir al funeral de un viejo amigo, Tom Doniphon (John Wayne). Nadie, salvo el viejo Marshall, les espera en la estación. Un joven periodista se da cuenta de la celebridad del personaje y pone en marcha la clásica maquinaria. Rápidamente, su jefe acude a la estación y se interesa por el motivo del viaje del senador y su esposa. ¿Qué les ha llevado a realizar un viaje tan largo? A pesar de sus iniciales reticencias, el senador les acaba explicando que han acudido al funeral de Tom Doniphon, un viejo amigo de él y de su esposa Hallie.
Así empieza una de las más célebres, aunque actualmente olvidada, películas de John Ford, El hombre que mató a Liberty Valance. Aunque el título apunta directamente a un acto criminal, lo cierto es que se trata de una película cuyas escenas de violencia no ocupan más de unos pocos minutos. En cambio, palabras como respeto, orden jurídico, dignidad, amor, y, sobre todo, pobreza, soledad y anonimato, impregnan y marcan el texto de esta gran obra fordiana.
Sí, porque si bien Tom Doniphon murió en la más absoluta pobreza y soledad y en el no menos dramático anonimato, lo cierto es que muchos años atrás fue un referente en el pueblo, una persona respetada incluso por su mayor enemigo, Liberty Valance, interpretado por Lee Marvin. En efecto, Doniphon y Valance representan las dos caras de una misma moneda, ambos pistoleros, ambos seres marginales, pero con la diferencia de que el primero tenía el proyecto de instalarse en la comunidad junto a su amada Hallie que, no obstante, acabaría eligiendo al ingenuo abogado recién llegado del este.
La película, injustamente olvidada en la actualidad, ha sido motivo de numerosos estudios, entre los que cabe mencionar Héroes bajo sospecha, de Rubén Benítez Florido, y El asesinato de Lyberty Valance, del exfiscal Eduardo Torres Dulce.
Pero, llegados aquí, alguien se podría preguntar a qué viene esta referencia cinematográfica. Y la respuesta consistiría en sustituir el nombre de Tom Doniphon por el de miles y millones de mujeres y hombres que, después de haber realizado importantes contribuciones al bienestar de la comunidad, ven como el anonimato, la soledad y la pobreza se vuelven compañeros inseparables de sus últimos días. Así, en una reciente entrevista, el Dr. José Manuel Rivera, reputado geriatra, afirmó lo siguiente: “Te jubilas un martes y el miércoles ya no te conocen, personas que antes te saludaban con entusiasmo, ahora apenas te ven”. En efecto, la jubilación comporta para muchas personas la pérdida de su status, de su lugar en el mundo. A partir de aquel momento, pasarán a engrosar las filas de los anonimatos y, en muchos casos, de los que se sienten solos y pobres. Cuando el senador Ransom Stoddard llega al pueblo de Shinbone nadie recordaba a Tom Doniphon, para todos sus conciudadanos, excepto para uno de ellos, su asistente, era un ser totalmente desconocido aunque había contribuido a crear aquella comunidad.
Nos integramos en instituciones, en empresas, contemplamos edificios, monumentos, obras de arte, acudimos a los centros de salud, pero ignoramos a quienes con su esfuerzo continuado contribuyeron a su creación. Nos sentamos en un restaurante, vemos que en la mesa de al lado está sentado un viejecito. Está solo, tiene la mirada perdida. De vez en cuando, el camarero lo llama por su nombre y él responde con un monosílabo. Está completamente solo. Al cabo de un rato, se levanta. Su mirada refleja soledad. Probablemente, cuando llegue a su casa nadie le estará esperando. Y, probablemente, sus vecinos ignoren su historia y su contribución a la comunidad. No sabemos el nombre de ese viejecito con la mirada perdida. Nadie nos explicará que aquel cuadro del comedor del restaurante lo pintó él, o quizá solo fue el autor del marco, o puede que ni una cosa ni la otra pero si fue el que realizó la instalación eléctrica del edificio que nos acoge en aquel momento.
La historia oficial, la académica, suele olvidar los nombres y los hechos de aquellos seres que, pese a su anonimato, forjaron y contribuyeron de manera considerable a que nuestra comunidad sea lo que es en la actualidad. La historia recordará el nombre del senador Ransom Stoddard pero olvidará el de Tom Doniphon, o el del abuelo Pepe, que a sus 80 años seguía cultivando su huerto, que era la admiración de los turistas que estaban de paso. Somos herederos de miles de historias, anónimas la mayoría de ellas. Historias que no hablan de batallas ni de conquistas sino de héroes de la vida cotidiana. Y si tendemos a olvidar a aquellos que han podido dedicarse a actividades o proyectos estables en el tiempo, a los que han tenido “oficio”, ¿qué les puede esperar a esos otros cuya trayectoria laboral está constituida a base de experiencias breves, de un empleo a otro, de un constante transitar geográfico? ¿Cómo sostener relaciones sociales duraderas que puedan sentar las bases de una historia contada y recordada? Richard Sennett, en su libro La corrosión del carácter (2000) ha escrito que el capitalismo del corto plazo amenaza con corroer su carácter, en especial aquellos aspectos del carácter que unen a los seres humanos entre sí y brindan a cada uno de ellos una sensación de un yo sostenible, justamente ese que hace posible la historia, que nos preserva del olvido.