Según los últimos datos arrojados por la Organización Mundial de la Salud, que datan del último trimestre de 2021, la media de la esperanza de vida en el mundo es de 74 años para las mujeres y 69 para los hombres. Si bien tras la crisis de la COVID-19 estas cifras se han reducido respecto al promedio previo a la pandemia, aún siguen existiendo países que alcanzan una media superior a 80 años. Japón, como casi siempre en primer lugar, Suiza y el doble empate entre Singapur y España conforman el pódium con una media de más de 83,5 años de vida. Desgraciadamente, este envejecimiento de la población pocas veces va acompañado de altas tasas de natalidad. Por tanto, ¿cómo afecta y cuál es el futuro del reto de la transición demográfica?
Dentro de 20 años la población mundial será más longeva que nunca, conforme al recién informe de National Intelligence Council, Global Trends 2040, con unas diferencias notables entre los países más desarrollados económicamente y los que menos. El gran reto de la ralentización del crecimiento de la población será encontrar la fórmula para seguir sosteniendo los estados económicos al mismo nivel. Una nación más longeva, donde el grupo de edad más avanzado no participe del mercado laboral, podría suponer un gran desgaste para la economía nacional, que vería como sus esperanzas recaen no solo en un grupo de menor edad sino, sobre todo, en un grupo menos numeroso, cuantitativamente hablando. Por ejemplo, es el caso de España, pues se estima que para el año 2030, el 25% de su población (es decir un cuarto de esta), supere los 65 años de edad.
Potenciar la permanencia laboral de los mayores
En este sentido resulta fundamental potenciar la permanecía de los mayores de esa edad dentro de la fuerza laboral y contando como población activa. Esta, de hecho, fue una de las grandes conclusiones de las jornadas ODS y la población mayor: retos sociales y económicos de la nueva longevidad, las primeras jornadas de la Escuela de Pensamiento de Fundación Mutualidad Abogacía (@MdAFundacion) junto con la Universidad de Barcelona, celebradas el pasado mes de noviembre.
En la misma línea, uno de los factores principales que sufrirían de inestabilidad sería la partida destinada a las pensiones, fuente de controversia ya a día de hoy. La crisis sanitaria en la que aún estamos inmersos ha disminuido el número de personas beneficiarias de las pensiones en España y en todos aquellos países con este mismo sistema. Sin embargo, podemos considerar este hecho como puntual, ya que desde 2010 el gasto supera las aportaciones para las mismas, y debemos asumirlo también como uno de los grandes problemas generados por la transición demográfica. La solución a todo esto pasa, entre otras cosas, por adaptar el tejido laboral: reformar el plan de pensiones nacional, subir la edad de jubilación y fomentar, con especial hincapié, las previsiones de ahorro en formato de activos privados. Aprovechando los altos índices de esperanza de vida, y contando con que las nuevas tecnologías ayuden a mantenerlas gracias a una ciencia mucho más avanzada, no es descabellado imaginar que la edad de jubilación suba considerablemente, teniendo en cuenta precisamente que con estos índices tan altos aumentan los años de los que disfrutar de una mejor salud. De esta manera, podría preverse un aumento del ahorro de cara a los periodos de inactividad de manera privada, y que a buen seguro harían crecer los datos actuales en los que tan solo 40% de la población activa recurre a productos financieros de ahorro.
El problema real sería el momento en el que el ahorro de la población joven sea superado por el desahorro de la población más mayor, ya jubilada, una situación que podría hacer decrecer el stock de capital de la economía. En consecuencia, además, el envejecimiento de un gran porcentaje de la población que no pertenezca al mundo laboral tendría un impacto económico directo sobre el bienestar individual, es decir, el PIB per cápita, y también sobre el PIB total de la economía nacional. Como bien figura en el 5º desafío planteado en el informe España 2050 en mayo del pasado año, nuestro país debe “preparar nuestro estado de bienestar para una sociedad más longeva”. La responsabilidad, en este caso, recae directamente sobre las Administraciones públicas que deberían ser las encargadas de crear soluciones transversales para todos los grupos de edad.
Mayor gasto en pensiones y salud pública
Las consecuencias a largo plazo que tendría una población envejecida no serían solo económicas sino también de carácter laboral, educacional y, por encima de todo, social. Que exista una pirámide demográfica invertida en el futuro a la que dedicar mayor recursos y partidas presupuestarías reduciría de forma notoria la atención prestada a otro tipo de cuestiones sociales. Si la esperanza de vida mundial se sitúa -presumiblemente en un futuro no muy lejano- por encima de los 80 años, necesitaremos asistencia médica durante más tiempo. Es decir, además del gasto de las pensiones, los gobiernos deberán hacer frente a un mayor gasto en salud pública, a inversiones en investigación y partidas dedicadas al cuidado de los mayores. Prácticamente una obligación por parte de los gobiernos para seguir manteniendo a flote el estado de bienestar. Un Estado que, por su parte, irá viendo reducida la tasa de natalidad, pues que aumente la esperanza de vida también influirá en los nacimientos. A día de hoy este fenómeno ya existe y vemos como cada vez las parejas jóvenes retrasan la decisión de ser padres en beneficio de una vida mucho más independiente centrada en los éxitos laborales y el ocio.
No podemos hablar de transición demográfica sin hablar de la migración, que sin duda jugará un papel fundamental en la búsqueda de soluciones para las economías más desarrolladas -y longevas- en los próximos años. Generar entornos socioeconómicos atractivos para el talento extranjero es una de las tendencias al alza que no podemos omitir. Aspectos como la cultura, el idioma, las oportunidades laborales o la fiscalidad son factores determinantes a la hora de elegir un destino. Tendremos que observar atentamente que nuevos alicientes se pueden generar mediante regulaciones más abiertas y facilidades para los migrantes. Países como Canadá o Australia, llevan años aplicando campañas masivas de captación de graduados universitarios con éxito y son, en la actualidad, ejemplos a seguir por gran parte de los países desarrollados económicamente.
Beneficios inesperados
Al final, el gran reto de la transición demográfica radica en dos cuestiones fundamentales: la económica y la social, y trae consigo también ciertos beneficios inesperados. El primero de ellos es la ya mencionada calidad de vida, pues no solo es que vivamos más años, sino que además lo hagamos mejor. El segundo de ellos es la aportación a la lucha contra el cambio climático. Medio mundo afronta el gran reto de la sostenibilidad con cierta preocupación, pero se ha comprobado que las personas mayores realizan un consumo energético mucho menor que ayuda a reducir la huella de CO2. El desafío que supone por parte de los gobiernos afrontar una población envejecida no debería resultar mayor problema que el de la adaptación. Y, además, no solo resulta tarea del propio estado sino también responsabilidad del resto de la población joven. La transición demográfica es inevitable y solo transformando y concibiendo radicalmente el estado de bienestar debería bastar. Es solo una cuestión de aprendizaje, de reconocer las necesidades reales de nuestros mayores, de generar conexiones intergeneracionales, de investigación y de mucha visibilidad contra los prejuicios existentes sobre la edad y el envejecimiento. Un ejercicio de integración económico y social que beneficiaría ambas partes con el objetivo de reducir las desigualdades y dotar de una mayor calidad de vida a nuestras personas mayores a través de acciones comunitarias que pongan fin al gran estigma del envejecimiento y la discriminación por edad.