Diego Fernández
Opinión

Obsesión no es una palabra mayor

Diego Fernández

Miércoles 21 de abril de 2021

ACTUALIZADO : Miércoles 23 de junio de 2021 a las 17:42 H

3 minutos

El indomable Will Hunting

Miércoles 21 de abril de 2021

3 minutos

La obsesión le ha dado a la humanidad algunos de los mejores logros de su historia. Pondré de ejemplo a un hombre y a una mujer. Miguel Ángel pasó cuatro años encerrado en la Capilla Sixtina pintando sus frescos tumbado en un andamio que él mismo había diseñado. Durante esos años despidió decenas de ayudantes porque ninguno estaba a su altura. Estaba obsesionado con que su obra fuese eterna como dios. Sus mecenas del Vaticano, le dejaban hacer lo que quisiera. 

A Marie Curie, su país no. Polonia la quería de ama de casa, pero ella tenía obsesión por el conocimiento. Tanto que se saltó las prohibiciones y arriesgándose a la represión, estudió clandestinamente. En Francia mantuvo ese hábito de estudio y encerrándose todo el día en el laboratorio logró la excelencia por partida doble. Curie es pionera y para serlo destrozó la barrera de género. Es la primera persona en ganar dos premios Nobel en categorías distinta: física y química. 

Por desgracia, las obsesiones no siempre son tan fructíferas y también pueden ser peligrosas. Pueden hacernos daño. El ser humano occidental tiende a obsesionarse con demasiada banalidad. Solemos hacerlo por lo material. 
Vivimos rodeados de una cultura consumista. Del  “lo quiero y lo quiero ya”. Nuestro escenario es un mundo demasiado rápido, que no deja tiempo ni espacio para la reflexión. Para pensar si realmente necesitamos lo que nos obsesiona. Queremos conseguir cuanto antes casas más grandes, ropa más nueva, coches más caros, los últimos smartphones o reservas en restaurantes de fama entre modelos e instagramers. Si no lo hacemos, nos frustramos. Ahí, empieza el peligro.

El capitalismo nos ha educado para creer que con esas posesiones y estilo de vida nos convertimos en personas de éxito. De lo contrario, seremos fracasados. Unas ideas superficiales y precocinadas que encuentran en algunas redes sociales su mejor despensa. 

La obsesión puede hacernos perder la perspectiva de la importancia y provocar que terminemos poniendo el foco en nimiedades. Estresados por cómo vamos a ir vestidos a la boda de un amigo o de qué color compramos nuestro próximo coche. No conozco ningún caso de un invitado que haya sido desahuciado de una boda por su vestimenta. Tampoco el de ningún coche que haya dejado de cumplir su función de trasladarnos de un lugar a otro por la elección cromática de su propietario.

Otro riesgo de las obsesiones es el de la pérdida de autenticidad. Tan extrema que podemos llegar a perdernos a nosotros mismos. En la búsqueda del espejismo que malinterpretamos como la mejor versión de nuestra persona, nos dejamos influenciar. De ahí, el término influencers. En ese camino podemos tropezar con una idea de felicidad ligada al postureo, que destierra algunas de nuestras partes más originales. Una de ellas son los defectos. 

En la película El indomable Will Hunting, el personaje de Robin Williams dice que lo que más echa de menos de su mujer fallecida son sus defectos. Yo también echo de menos que la gente camufle un poco menos sus defectos. Me gustan esas personas que confiesan, entre risas, que son un desastre. Son sinceras y auténticas. Y cuando lo hacen y ponen ejemplos, tengo la sensación de conocerlas más. Lo que escuchó no suele asustarme, más bien al revés. Ser un rebelde del postureo me resulta de lo más interesante.

El mundo tiene un ejército de esos rebeldes. Son reclutados a medida que van aumentando sus arrugas. La sabiduría de los mayores mata las obsesiones burdas y deja lo mejor: la esencia. La obsesión no es una palabra mayor.


Diego Fernández (@Diegogtf) es periodista en La Sexta Columna (La Sexta).

Sobre el autor:

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Diego Fernández es periodista en La Sexta Columna (La Sexta).

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