Fernando Ónega ha recibido este martes 20 de mayo el Premio Asociación de Prensa de Madrid (APM) de Honor 2024. En el acto de entrega, presidido por S.M. los Reyes, el presidente de 65YMÁS, ha sido el encargado de hablar en nombre de los premiados: Vicente Vallés, Premio APM al Mejor Periodista del Año 2024; Irene Dorta, Premio APM al Periodista Joven del Año 2024; y Ana del Barrio, Premio APM al Periodista Especializado en Madrid 2024.
Discurso íntegro de Fernando Ónega:
Confieso ante vos, Majestades, que la carne es tan débil como decía el Catecismo. Y como la carne es tan débil, ayer caí en una tentación: decidí ponerme en el lado bueno del verso de Machado (“de diez cabezas, nueve / embisten y una piensa”) y me pareció que un discurso como este había que pensarlo. Tampoco mucho, porque pensar en este país suele ser pecado malamente compatible con la liturgia de la crispación.
Además, te pones a pensar imaginando que haces algo inocente, y a quienes creemos en meigas y otros gobernantes, empezamos a ver fantasmas. El más agobiante, quién soy yo para hablar en nombre de nadie. Quién soy yo para hablar en nombre de Vicente Vallés, que te deja mudo cada noche al interpretar la actualidad y me pisó el piropo al decirme que mi premio engrandece al suyo, cuando él sabe que es al revés. Quién soy yo para saber qué opina Ana del Barrio, gran cronista de los quijotes que tropiezan con los molinos matritenses de Ayuso y Almeida. Y quién soy para imaginar qué diría Irene Dorta, tan joven y tan magistral periodista de investigación. Solo acudo a la memoria para recordar que una tal Letizia Ortiz Rocasolano ganó su mismo premio, entonces llamado Larra, hace 24 años, casi en el siglo pasado. ¿Qué digo? ¡Casi en el milenio pasado!
Hecha esta confesión, empiezo por un matiz: Manu Leguineche escribió que “son muchos los que viven de los premios”. Creo que no se refería a estos, porque vivir, lo que se dice vivir, es decir, llegar a fin de mes, incluso tomar una copa esta noche, es casi como la jornada laboral de Yolanda Díaz: la más hermosa de las utopías.
Lo que yo quiero proclamar es que, si existe la gloria, la gloria es esto. Josep Pla, que debía tener un ramalazo machista, imaginaba la gloria como un “estar rodeado de señoras que hablan poniendo la boca en forma de culo de gallina”. Perdonadme, pero la frase es textual. Pues verá usted, maestro Pla: pensando, pensando, la gloria es que en una profesión cainita te premien compañeros de oficio más ilustres que tú y te entreguen el premio nada menos que los Reyes de España, con el superministro Bolaños de testigo excepcional y Almeida de anfitrión.
Y esa gloria no encoge, pero se hace efímera, si se recuerda al enorme Fernando Fernán Gómez y uno de sus dichos, casi tan celebrado como sus célebres “¡a la mierda!”. Al recoger un premio, Fernán Gómez sostenía este lacerante realismo: “A mí me da igual. Total, el año que viene se lo darán a otro”.
Metido en ejercicios de humildad, vuelvo a la sabiduría de Leguineche, por un dicho necesariamente citable estos días: la prensa no es el cuarto poder; el cuarto poder es el cotilleo. Esto vale para una redacción, para Zarzuela, Moncloa, o esta Casa de Cibeles. ¡El cotilleo, motor de la opinión pública! ¡El cotilleo, guía de la democracia! Hasta Televisión Española lo considera un bien de Estado que hay que alimentar.
Al pensar se descubren cosas que debo decir, porque si no las digo, la gente cree que vives como el alcalde cuando no tiende la ropa en casa –ahora tenderá pañales– o la presidenta Ayuso, cuando no consigue comprar fruta. Esas cosas peores son las fake, las máquinas del fango y los fabricantes de bulos cuyo espectro sobresalta a Pedro y a Bolaños como si topasen con el juez Peinado.
Esto me conduce a lo que Jordi Juan, director de La Vanguardia, escribe hoy mismo: que nuestro oficio es el mejor del mundo. Puede ser, director. Pero vive una transición desconcertante. Y no es por la tecnología. Es por su esencia. Es porque estamos pasando de la sociedad de la información (¿recordáis cuándo nos iba a hacer felices?) a la sociedad de la desinformación.
Es que ahí están las redes, que significan libertad al alcance de todos y la libertad es democracia. Pero temedlas, porque están suplantando a los medios. Pueden quitar oficio y pan al periodista de siempre. Y alarmaos, porque he leído a Màrius Carol que los reporteros pasan más horas buscando noticias en las redes que en la calle, los juzgados y los bares, que es donde está la información. Escuché a líderes de la televisión que no presumían de su audiencia, sino de haber sido trending topic. Es el triunfo del basurero de idiotas, que diría Umberto Eco.
En esa luminosa penumbra aparecen influencers que compiten con poderosos emporios de publicidad. Famosos con más seguidores que todos los periódicos españoles juntos. Espontáneos de la opinión con más influencia en la economía que las Bolsas y más influencia en la política que muchos partidos. Poderosos que quieren fabricar y ganar el relato para derrotar a la verdad. Triunfo de la mentira, con la que ya se ganan elecciones. Deterioro del sistema democrático. Ante todo eso, mi pensador de cabecera, Manuel Cruz, plantea una grave cuestión: “Los profesionales de la comunicación están obligados a preguntarse qué han hecho mal para perder la autoridad moral en la transmisión de la verdad”.
Mi respuesta parte de la llamada del Rey Felipe a la dignidad en su último mensaje de Navidad y el Premio Carlomagno. “Dignidad, esa palabra tan devaluada”, escribió Carlos Boyero. Pese a tal devaluación, le hemos escuchado, Señor: luchemos por la dignidad. Esa es misión de toda la sociedad y de las asociaciones de la prensa, empezando por esta de Madrid que cuenta con activos como Vicente, Irene y Ana y la presidencia de una mujer de la talla de María Rey.
De su mano o por libre, luchemos contra los poderosos que alimentan la desinformación, porque creen que así prolongarán sus privilegios.
Combatamos el anonimato de Internet, porque el anonimato es de cobardes, o de delincuentes potenciales, o de organizaciones que esconden su identidad para dañar al adversario y al diferente.
Asumamos la petición de León XIV: “Desarmemos la comunicación de todo prejuicio, resentimiento, fanatismo y odio”.
Y dejadme exclamar:
¡Sombrío momento histórico en que se acaba de celebrar el Día de la Libertad de Expresión con estos titulares: récord de periodistas asesinados el año pasado y “la libertad de expresión está en retroceso”!
¡Patético balance de las libertades, si además Bill Clinton avisa que, cuando el ciudadano no sabe lo que es verdad y lo que es mentira, está en peligro la democracia!
¡Triste mundo el condenado al miedo al engaño de quienes dominan su economía y gobiernan sus derechos!
¡Oscuro horizonte por la denuncia de José Antonio Marina de que el signo de este siglo es llamar la atención como sea y negarse a aprender, porque todo está en Internet! Sólo nos falta que la inteligencia artificial escriba editoriales… si no los está escribiendo ya.
Pero anoto una petición de Jordi Basté: “Hazme soñar, no me muestres tus sombras”. Así que digo:
¡Alegre y esperanzador mundo en el que siempre ganan la honradez y la calidad y hoy me permite lanzar un sueño! ¡El sueño de hacer de la prensa, de los medios informativos, de vosotros, compañeros, de todos nosotros, el puerto refugio de la verdad!
Quizá esa sea la auténtica libertad de expresión.
Cuando Bono, el cantante de U2, propone “luchar contra esa sensación general de que el mundo está jodido”, vuelvo al origen de mis palabras sobre el pecado de pensar y me amparo otra vez en don Antonio Machado:
“Confiamos, (¡confiamos!) / en que no será verdad / nada de lo que pensamos”.
Queridos amigos, amigas, compañeros, autoridades, Majestades: siempre tienen razón los poetas; háganles caso, que en algo hay que confiar.
Y queridos miembros del jurado de los Premios de la APM: en nombre de Vicente Vallés, Ana del Barrio, Irene Dorta y este escribidor, gracias por honrarnos tanto. Y una duda que copio de alguien más ingenioso que yo: ignoro por qué llaman fallo a algo que ha sido tan justo, tan correcto y tan merecido como darnos esta distinción.