En los últimos años, en el ámbito de la Silver Economy (Economía Plateada, en español), se ha instalado un curioso pudor semántico: evitar la palabra vejez. El discurso, las presentaciones corporativas, los folletos institucionales y las campañas de marketing están repletos de circunloquios y rodeos lingüísticos. Todo está bañado en un barniz de corrección política.
Vale, estoy de acuerdo en que debemos evitar la condescendencia, el paternalismo y cualquier forma de lenguaje que infantilice a las personas mayores. Pero otra cosa muy distinta es caer en un exceso de eufemismos que, en lugar de dignificar, terminan ocultando la realidad. El resultado es paradójico: se supone que queremos elogiar la madurez, pero acabamos borrando del lenguaje las palabras que nombran la etapa misma que queremos reivindicar.
Cuando el eufemismo se vuelve en contra
En este terreno proliferan términos como longevidad, edad dorada, madurez tardía o fórmulas importadas del inglés (senior years). Todas suenan bienintencionadas, suaves, políticamente correctas. Pero, al abusar de ellas, se pierde algo fundamental: la capacidad de nombrar la realidad con claridad y orgullo.
El problema de fondo es que este blanqueo semántico tiene un efecto contraproducente:
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Refuerza el estigma que pretende combatir. Si no nombramos la vejez, implícitamente decimos que es algo de lo que hay que huir, como si fuera vergonzoso.
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Fomenta la confusión conceptual. No es lo mismo longevidad (la duración de la vida) que vejez (una etapa de la vida). Mezclar los términos diluye el debate y nos aleja de diseñar soluciones específicas para esta etapa.
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Nos impide desarrollar orgullo identitario. Igual que los movimientos sociales han resignificado palabras que antes eran peyorativas, la Silver Economy debería resignificar vejez y envejecimiento para llenarlas de valor positivo.
Reputados autores y ponentes admiten en privado —y algunos en público— que evitan pronunciar la palabra que empieza por “V” para referirse a personas mayores. Como si al nombrarla invocaran un mal. Esa autocensura nos lleva a una especie de analfabetismo emocional y cultural respecto a una etapa vital inevitable.
La paradoja es que, al evitar la palabra, negamos uno de los principios esenciales de la Silver Economy: positivizar la edad y asumirla con orgullo, sin maquillaje lingüístico.
Nombrar no es insultar, es dignificar
La vejez es un hecho biológico y social, tan natural como la infancia, la juventud o la adultez. No reconocerlo es como negar que el sol sale por el este.
Sí, con la vejez llegan cambios físicos:
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Pérdida de fuerza muscular.
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Menor agilidad.
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Tiempos de recuperación más largos.
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Mayor probabilidad de enfermedades crónicas.
Fingir lo contrario roza lo ridículo. Negar que el envejecimiento afecta a nuestras capacidades es tan absurdo como considerar que envejecer es una enfermedad. La biología dicta ciertas leyes, y aceptarlas no es derrotismo: es realismo para poder actuar.
Pero la vejez no es solo merma; es también síntesis de experiencias, juicio reposado, habilidades sociales refinadas y una mirada más amplia sobre la vida. Es la edad provecta —palabra casi olvidada que convendría rescatar— donde confluyen conocimiento, perspectiva y, en muchos casos, libertad de tiempo.
Quien tiene la fortuna de llegar a viejo acumula saberes tácitos, redes de relaciones profundas, resiliencia ante la adversidad y, muy a menudo, una escala de prioridades más saludable. Todo esto es capital social y humano de un valor incalculable.
La “U” de la felicidad y el optimismo realista
La psicología del envejecimiento ha aportado evidencias valiosas. Investigadores como Richard Oswald han demostrado que el bienestar subjetivo a lo largo de la vida sigue una curva en “U”:
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Alta satisfacción en la juventud.
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Descenso en la mediana edad (40-50 años), etapa de estrés, responsabilidades y comparaciones.
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Ascenso de nuevo en la madurez avanzada, cuando se ajustan expectativas, se reduce la autoexigencia y se valora más lo vivido.
En otras palabras: a partir de cierta edad, muchos volvemos a ser más felices. La explicación es sencilla: las comparaciones sociales pesan menos, se aprecia más lo cotidiano, y la gratitud gana terreno frente a la insatisfacción.
Si sabemos amortiguar la pérdida de capacidades físicas con:
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Hábitos saludables (actividad física adaptada, dieta equilibrada, sueño de calidad).
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Tecnología accesible (age tech, domótica, teleasistencia).
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Entornos inclusivos (ciudades amigables, transporte adaptado, viviendas sin barreras).
… entonces la VEJEZ puede convertirse en una etapa extraordinariamente satisfactoria.
El problema es que el pudor de nombrarla nos priva de la oportunidad de reivindicarla como algo valioso. El tabú lingüístico nos roba un espacio cultural para construir un relato positivo sobre esta etapa.
Del tabú al orgullo
El lenguaje no solo describe la realidad, también la construye. Si la palabra “vejez” se convierte en tabú, la experiencia de envejecer seguirá asociada al miedo, la invisibilidad y el silencio.
La Silver Economy, en lugar de disfrazar el término, debe llenarlo de contenido positivo:
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Innovación residencial que permita vivir con autonomía y comunidad.
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Turismo sénior que potencie la experiencia y la curiosidad cultural.
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Productos “silverizados” que combinen usabilidad, diseño y estética.
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Servicios de salud preventiva que prioricen la calidad de vida sobre la mera supervivencia.
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Programas de aprendizaje y mentoría intergeneracional que valoricen la transferencia de conocimiento.
Hablar de vejez sin miedo es reconocer que es parte de la vida y que, gracias a la nueva longevidad, dura más que nunca. Hoy, en países como España, la vejez puede prolongarse dos o tres décadas, y eso es un territorio vital que merece un nombre propio.
Llamemos vejez a la vejez, pero hagámoslo con una sonrisa, con datos en la mano y con propuestas concretas para vivirla plenamente.
Un cambio cultural necesario
La resistencia a nombrar la vejez tiene raíces culturales profundas. Durante siglos, las sociedades industrializadas asociaron valor y productividad casi exclusivamente con la juventud. En un modelo productivo centrado en la fuerza física y la rapidez de ejecución, la vejez aparecía como el preludio de la inutilidad.
Hoy, sin embargo, vivimos en economías del conocimiento, donde la experiencia, la capacidad de análisis y las habilidades interpersonales son igual o más valiosas que la energía física. Y aun así, arrastramos el prejuicio.
Si queremos una Silver Economy robusta, necesitamos romper con esa inercia y dejar de hablar de la vejez como si fuera una sombra que hay que disimular. El verdadero cambio cultural será cuando la palabra deje de incomodarnos.
No más eufemismos, más orgullo
Envejecer no es un accidente, es un privilegio que la biología y las condiciones de vida modernas han concedido a una parte creciente de la humanidad. Defender la palabra “vejez” es defender la visibilidad, la identidad y la dignidad de quienes están en ella.
Reconocer el “envejecimiento” como proceso no implica resignación, sino acción:
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Preparar ciudades y entornos para la autonomía.
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Rediseñar la economía para aprovechar el talento sénior.
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Transformar las mentalidades para valorar la experiencia acumulada.
Como mostró Oswald en la curva en U de la felicidad, la vejez puede ser una cima vital. Pero solo si nos atrevemos a mirarla de frente, nombrarla con respeto y orgullo, y dotarla de recursos para que florezca.
En definitiva: menos eufemismos y más autenticidad. La vejez no es lo opuesto a la vida, es su coronación. Y no hay nada más joven que una sociedad capaz de mirar a sus mayores sin miedo a las palabras.