

Ayer fui a la farmacia a recoger mis medicinas, que cada día son más, bendita Seguridad Social, y se me había olvidado la tarjeta sanitaria. ¿No la tiene usted en el móvil?, me preguntó la farmacéutica. Uy, sí, respondí, y muy ufano saqué el teléfono, busque la app, la toqué como si fuera el wasap, y apareció este reclamo: “Tarjeta sanitaria virtual”. Mi gozo fue inmenso, casi infantil: “La tengo, exclamé”, y se la pasé a la farmacéutica. “No, ahora tiene que aparecer el código QR". Toqué otra vez la pantalla y me pidió el pin. Dios mío, no conozco mi pin. ¿Cuál será mi pin? Todo el mundo me pide el pin, y nunca lo sé; pero la tarjeta virtual me alegra el corazón porque me pregunta “¿olvidó usted el pin?” Sí, me dieron ganas de gritar. Y toqué otra ver la pantalla, que me dijo: “Recuperar pin. Si ha olvidado su clave de acceso, debe acudir a su centro de salud”. Me imaginé una hora de cola. Me pregunté qué adelanto informático es este que, para obtener un pin, tienes que acudir en persona al centro de salud. Me empecé a ciscar en los adelantos tecnológicos que nos iban a hacer la vida más fácil. Pero no dije ni palabra, no vaya a ser que me consideren un viejo. “Mañana vuelvo y le traigo la tarjeta”, le dije a la boticaria. Eso me pasó en Madrid. Me ocurre en un pueblo de la España vacía y acabo pidiendo el libro de reclamaciones. Pero ¿a quién reclamaría? Sin tanta tecnología los mayores vivíamos mejor.