Alimentación, estrés y hábitos saludables: tres pilares en los trastornos funcionales digestivos
Raquel Santos AlfonsoFoto: Bigstock
Domingo 14 de diciembre de 2025
6 minutos
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Domingo 14 de diciembre de 2025
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Los trastornos digestivos funcionales caracterizados por síntomas como gases, hinchazón, dispepsia, malas digestiones o irregularidad en el tránsito intestinal, se han convertido en la consulta médica más común, pero la causa no es una lesión física, sino la compleja interacción entre alimentación, estrés y hábitos de vida. Una mala relación entre ellos da origen a multitud de síntomas digestivos que cada vez están más presentes en consulta.
La receta del equilibrio
Nuestro intestino es un espejo de lo que comemos. Las dietas basadas en ultraprocesados y azúcares alteran la microbiota y causan malestar digestivo, además de distintas enfermedades a largo plazo que empeoran o deterioran nuestra salud como pueden ser el colesterol, la diabetes, la hipertensión o, incluso, determinados cánceres, como, por ejemplo, el cáncer de colon.
La mejor prevención es la Dieta Mediterránea, reconocida por la Organización Mundial de la Salud como el mejor patrón alimentario. Sus claves son simples, consiste en una dieta rica en alimentos vegetales, fruta, verdura cruda o cocinada, cereales integrales, frutos secos y aceite de oliva virgen extra, así como un consumo moderado de proteínas animales, limitando el consumo de la carne roja.

Sin embargo, no todo se soluciona en la cocina. El eje intestino-cerebro demuestra que el estrés amplifica cada síntoma digestivo. Por ello, prácticas como la meditación, la respiración consciente y el ejercicio moderado son fundamentales para calmar la sensibilidad digestiva y asegurarnos una mejor salud digestiva. Un buen descanso y rutinas estables, horarios definidos a la hora de la comida es decir la crononutrición, son el complemento perfecto para una digestión saludable.
La pieza faltante: conciencia y educación nutricional
En una sociedad acelerada, la salud se ha vuelto un ejercicio de conciencia. La solución a los males crónicos y digestivos reside en un estilo de vida sana que integra: cocinar más, moverse a diario, dormir bien y gestionar el estrés.
La educación nutricional, incluso en edades tempranas, es la inversión colectiva más urgente, por ejemplo, aprender a leer etiquetas, conocer los grupos de los alimentos y comer sin distracciones, es fundamental para conseguir mejorar nuestra forma de comer. El papel del nutricionista es clave, pues transforma la complejidad de la ciencia en acciones prácticas y útiles mejorando así el estado de salud y la calidad de vida de la población y de las generaciones futuras.
Pequeños cambios, grandes beneficios
A menudo, pensamos que para mejorar nuestra salud necesitamos cambios radicales, pero la ciencia demuestra que son los pequeños hábitos, mantenidos a lo largo del tiempo, los que marcan la diferencia. Priorizar alimentos vegetales frente a los animales, por ejemplo incorporando un puñado de frutos secos a nuestra comida, sustituir un refresco azucarado por agua con limón, o dedicar diez minutos al día a respirar profundamente, pueden tener un impacto profundo en nuestro bienestar digestivo y general. Escuchar y saber identificar las señales de nuestro cuerpo, como el hambre, la saciedad o la incomodidad tras ciertas comidas, nos permite ajustar nuestra alimentación de forma intuitiva y personalizada.
Creando espacios digestivamente amigables
Nuestro entorno también influye en cómo digerimos. Comer en un ambiente tranquilo, masticar bien los alimentos y evitar las pantallas durante las comidas, favorece una digestión más saludable. Además, la socialización alrededor de la comida, siempre que sea desde la calma y el disfrute, puede mejorar nuestra relación con los alimentos y reducir el estrés. Preparar comidas en familia o con amigos no solo nutre el cuerpo, sino también el vínculo emocional, reforzando así el eje intestino-cerebro desde una perspectiva social y afectiva.
Recuperar el control sobre nuestra salud es un acto de rebeldía consciente: se construye en la intersección de lo que comemos, cómo comemos y cómo vivimos y sentimos.


