Líbreme Dios de propugnar un Parlamento plano y aséptico. Para suscitar el interés de la ciudadanía, el Parlamento tiene que ser vivo, dinámico y tratar los problemas reales del país. Con la vehemencia necesaria, sin duda. Pero con rigor, documentación y con una mínima intención de ser útil al conjunto del país. En las últimas sesiones de control al gobierno no lo ha sido. Ha resucitado la crispación. Los diputados gritaron más que razonaron. Hubo más improperios que argumentos. Salta un tema a los medios informativos –Grande-Marlaska, por ejemplo– y todos los grupos parlamentarios se sienten en la obligación de preguntar por él. Naturalmente, sin ninguna diferencia en el planteamiento, con el único objetivo de reclamar su dimisión y con proliferación de insultos. Y algo peor que eso: en los discursos se percibe odio, rencor político. Eso es lo inquietante. ¿Por qué hay ese rencor cuando este país reclama acuerdos y soluciones pactadas? ¿No se les ocurre pensar que ese odio se puede trasladar a la sociedad? Cuando eso sucede, se pone en riesgo la convivencia. Civil y civilizada.