

Varios periódicos (La Vanguardia, La Razón) publican hoy una fotografía de Reuters de la guerra de Ucrania. En ella se ve un gran misil ruso clavado en el suelo de una plaza de la ciudad de Jarkiv. El misil parece inmenso y algo parecido a un milagro hizo que no explotase. “Nos protege San Nicolás”, dice un combatiente en El País. Cayó al lado de un paso de peatones. Al fondo, un hermoso, casi monumental, edificio administrativo que aparece vacío, sin ventanas, como si un misil anterior lo hubiera vaciado despacho por despacho, sin manchar las paredes exteriores. Ese misil de Jarkiv habría que conservarlo ahí, como testimonio de la crueldad y como símbolo del odio y del ansia de matar. Si hubiese estallado, ¿cuántas muertes provocaría? Seguramente caerían niños y mujeres y ancianos, como en la estación bombardeada. La guerra es eso que tanto se ha dicho y yo quiero repetir: la matanza de personas que no se conocen ni se odian, ordenadas por personas ambiciosas que ordenan matar desde sus cómodos despachos. A veces la fortuna se lo impide. Pero esas personas y ambiciones existen. Ellos son la guerra. El resto, tragedia, hambre, dolor, exilio. Y solo a veces, el milagro.
