

Se suele decir “no tengo palabras” cuando resulta muy difícil explicar una situación, normalmente dramática. La verdad de lo que se está descubriendo en las ciudades recuperadas por la resistencia de Ucrania no es exactamente eso. No es que no tengamos palabras; es que esas palabras no existen en los diccionarios. Todas se quedan pequeñas: barbarie, masacre, atrocidad, infamia. Tal es el volumen de la falta de humanidad, con civiles ejecutados en la puerta de sus casas, acribillados a balazos cuando pasaban en un vehículo tan mortífero como una bicicleta o llevaban balas tan peligrosas como una bolsa de patatas. Esas imágenes se han difundido a todo el mundo. Esa crueldad ha sido narrada por los enviados especiales. Y Rusia niega que sus soldados sean los criminales, como antes negó los bombardeos de escuelas y hospitales. Todo esto quedaría como las mentiras de la guerra, si no fuese algo peor: crímenes de una guerra de por sí criminal. Lo triste es que el mundo no puede llevar a Putin ante el Tribunal de la Haya. Un criminal andará suelto. Un criminal de guerra seguirá decidiendo los destinos del mundo, si la propia Rusia no lo tumba. Esa es la gran degradación de la democracia, la gran humillación de la ley.