

Una guía de salud mental antiestigma, pero no del todo inclusiva
Josep Moya OlléMartes 15 de julio de 2025
6 minutos

Martes 15 de julio de 2025
6 minutos
Recientemente, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha publicado un documento con un título sugerente: Guía sobre salud mental, políticas y planes de acción estratégicos. La Guía pretende ser una alternativa al modelo biomédico según el cual los denominados trastornos mentales están causados por alteraciones neurobiológicas, básicamente, por alteraciones en los diversos sistemas de neurotransmisores cerebrales. En cambio, los factores sociales y estructurales pasan a un segundo término o, simplemente, se ignoran. Los puntos fundamentales en los que se basa esta Guía son: la lucha contra el estigma social, la desinstitucionalización, la atención según un modelo comunitario y la implicación de la propia persona en la toma de decisiones sobre su tratamiento y atención. Veamos cada uno de estos puntos.
A) La lucha contra el estigma social y la discriminacion
Es un hecho que los enfermos mentales han sido objeto de discriminación y estigma por parte del resto de la sociedad, es decir, del que se supone que goza de buena salud mental. La reclusión en centros apartados de los núcleos urbanos, de características carcelarias, donde los internados eran tratados como individuos poseídos por el diablo y sometidos a procedimientos inhumanos, fue, ciertamente, una práctica muy extendida a lo largo y ancho del planeta. En esos centros, los enfermos eran privados de sus derechos como ciudadanos y tratados de forma vejatoria.
Estas prácticas fueron abandonadas y sustituidas por otras menos humillantes, pero no menos incapacitantes. No hace demasiadas décadas, en los historiales clínicos de algunas instituciones se podía leer lo siguiente: “Electroshocks aniquilantes”. Algunos podemos recordar la imagen del protagonista de la película Alguien voló sobre el nido del cuco convertido en un zombi después de unas cuantas sesiones de terapia electroconvulsiva. Actualmente, las cosas también han cambiado en el ámbito de esta terapia. Los pacientes son anestesiados y no suelen producirse los efectos del deterioro observable hace unos años.
Por otro lado, es también un hecho que muchos internamientos psiquiátricos tienen lugar en unidades de psiquiatría de hospitales generales que, en muchos casos, disponen además de hospitales de día y centros de rehabilitación comunitaria. En este sentido, al menos en lo que atañe al Estado español, las cosas van en la buena dirección. Pero la Guía alerta sobre el trato discriminatorio que pueden sufrir ciertos colectivos ya sea por motivos de edad, género, raza, indigencia, opiniones políticas o religión, pero no hace ninguna referencia explícita a la situación que sufren muchas personas ancianas y, alerta al dato, en la actualidad hay muy pocas unidades de psicogeriatría y, además, estas se centran en la atención a las personas con demencia. En este sentido, la Guía muestra un escaso interés por los mayores. De ahí que podamos afirmar que no es del todo inclusiva.
B) La desinstitucionalización
El documento de la OMS pone mucho énfasis en la desinstitucionalización. Con este término entiende el cierre de camas institucionales y la creación de dispositivos comunitarios integrales. Sin embargo, no queda claro el significado de “camas institucionales”, aunque se puede inferir que se refiere a las camas de los hospitales psiquiátricos. La pregunta que cabe plantear ahora es en qué se diferencian esas camas de las que se encuentran en unidades de psiquiatría de hospitales generales.
Cabe advertir un detalle no banal: en general, los hospitales psiquiátricos suelen disponer de amplios espacios por los que los pacientes ingresados pueden transitar libremente. En cambio, las unidades psiquiátricas de hospitales generales suelen estar ubicadas en plantas sin acceso al exterior y, en no raras ocasiones, los pacientes no pueden salir de su habitación. Estas afirmaciones las hago en tanto he trabajado durante años en ambos tipos de dispositivos y ello me permite establecer comparaciones.
Por otro lado, en lo que atañe a la creación de dispositivos comunitarios integrales, la Guía no especifica qué características deben tener ni cómo se han de articular con la comunidad. Estamos, en consecuencia, ante una declaración de intenciones.
C) La atención según un modelo comunitario
Este término no suele ser objeto de discusión, pero el consenso se rompe a partir del momento de que cada individuo, cada uno de los actores implicados, pone sobre la mesa su particular significado.
Partamos, en primer lugar, del concepto de comunidad. No es algo evidente en tanto una comunidad puede estar constituida por colectivos diversos que no siempre comparten los mismos intereses ni tan solo su visión de la vida. Además, un hecho que se constata de manera repetida es el rechazo que una determinada comunidad muestra a la hora de crearse en su territorio un dispositivo de atención a personas drogodependientes, por citar solo un ejemplo.
Por otro lado, hay profesionales de la salud mental que consideran que un programa de consulta periférica (pasar consulta de salud mental en un centro de salud) ya es hacer “asistencia comunitaria”. En cambio, otros opinan que una atención comunitaria exige, en primer lugar, conocer las características del barrio, las necesidades de sus habitantes, sus preocupaciones, sus problemas, actuales y futuros, etc. Para estos profesionales, su trabajo se puede llevar a cabo en un centro cívico o en una biblioteca. Pero, nuevamente, ¿qué ocurre con las personas mayores? ¿En qué consistiría una atención integral comunitaria de los mayores con problemas de salud mental?
D) La implicación de la propia persona en la toma de decisiones sobre su tratamiento y atención
Este punto puede resultar altamente problemático, ya que si bien es una consideración ética el implicar al paciente en la toma de decisiones sobre su tratamiento ello no siempre es posible. La Guía presupone un planteamiento idealizado de la enfermedad mental en tanto en muchas ocasiones el paciente puede no considerar que lo que le ocurre es una anomalía o, también, su nivel de angustia no le deja margen de maniobra para la elección. Veamos algunos casos.
En primer lugar, el de un sujeto paranoico que tiene la certeza de ser perseguido por la policía debido a que lo toman por un peligroso terrorista. Esa certeza no admite discusión, es una verdad absoluta para él, en consecuencia, no tiene ningún sentido que se le prescriba una medicación, ya que lo que le pide al profesional es que convenza a la policía de que él no es un sujeto peligroso.
En segundo lugar, el de sujeto esquizofrénico que siente que su cuerpo ha perdido la unidad funcional de tal manera que sus músculos no obedecen las órdenes de su cerebro; además, siente que su piel es atravesada por corrientes eléctricas que le atormentan día y noche. Parece claro que en ambos casos será difícil implicar al paciente en la toma de decisiones.
Y ahora se nos plantea nuevamente la cuestión de los mayores afectados por un deterioro cognitivo. ¿Cómo implicarlos en la toma de decisiones sobre su tratamiento? Está claro que el profesional tendrá que encontrar los argumentos adecuados para convencer al anciano con problemas cognitivos y síntomas psiquiátricos asociados para que acepte las indicaciones terapéuticas oportunas; pero en este punto la Guía se muestra silenciosa.
Para concluir, muchos profesionales de la salud mental pensamos que se debe superar el modelo biomédico y que es necesario considerar los factores sociales, culturales y económicos a la hora de planificar los servicios comunitarios adecuados a cada territorio. Pero, para ello, habrá que contemplar todas las franjas de edad y se deberá partir de un modelo más realista de la enfermedad mental, un modelo que ponga en primer término un elemento que suele soslayarse: el sufrimiento emocional del propio paciente y el de su familia.