Josep Moya Ollé
Opinión

Un lugar triste donde viven ancianos sin esperanza

Josep Moya Ollé

Martes 1 de julio de 2025

5 minutos

Un lugar triste donde viven ancianos sin esperanza 

Martes 1 de julio de 2025

5 minutos

He tomado esta frase de un magnífico artículo firmado por el Dr. Antonio Burgueño Torijano y publicado por 65YMÁS el pasado día 24 de junio. Burgueño la citó refiriéndose a una vieja comedia británica de ficción, en la que se vivía en un mundo en el que no se podía mentir, siempre había que expresar lo que se pensaba. En ese contexto, el protagonista fue a visitar a su madre a una residencia, en cuya fachada se describía al centro con la frase “un lugar triste donde viven ancianos sin esperanza”. Estoy de acuerdo con el Dr. Burgueño en que es una forma excesiva de referirse a una residencia, pero que se aproxima a la forma en la que una gran parte de la sociedad valora ese tipo de centros; sin embargo, él mismo se hace la siguiente pregunta: “si las residencias son centros de escaso valor, y sus profesionales son también poco valorados, cabe preguntarse si son organizaciones con mayor riesgo de perversiones y corrupción, o quizá están más a salvo que otras porque su desempeño es más vocacional”. 

En el artículo, el autor hace un desarrollo exhaustivo y muy preciso de la realidad de los centros residenciales para personas mayores en nuestro país, una realidad que él conoce muy bien a través de su Programa Desatar, y es a partir de ahí que ha acuñado un concepto que, en mi opinión, refleja de manera fidedigna un fenómeno bastante generalizado: Anestesia moral. Con este término, Burgueño alude no a la inexistencia de moral sino a que no hay suficiente reflexión ética y aporta algunos factores predisponentes: las malas experiencias de los profesionales, en especial, los conflictos con los familiares de los ingresados, el sentirse de inferior categoría a sus equivalentes del ámbito puramente sanitario, un “cierto grado de inmadurez moral” y, por último, una excesiva jerarquización del trabajo.  

Estoy totalmente de acuerdo con el análisis que realiza el Dr. Burgueño y ello me anima a profundizar un poco más en la cuestión.  

En primer lugar, un síntoma que presentan muchos profesionales sanitarios es la identificación con la institución en la que desarrollan su actividad y esa identificación está muy condicionada por el prestigio social de la propia institución. Por ejemplo, no es lo mismo, ser cirujano cardíaco en un gran hospital, de esos que salen en televisión, que ser médico de familia en un pueblecito de novecientos habitantes. El primero se jactará, siempre que se le presente la ocasión, de la prestigiosa institución en la que tiene el honor de ocupar un lugar de “alta responsabilidad”. En cambio, el segundo, que nunca saldrá en los medios de comunicación, podrá realizar una práctica profesional igual de digna pero tendrá menos ingresos económicos y un menor “status social”. Y si este síntoma identificatorio lo trasladamos al ámbito de las residencias geriátricas el asunto se puede agravar de manera considerable: “Trabajo en una residencia de personas mayores – Uf! ¿Y cómo lo llevas? ¿No te has planteado cambiar  de lugar de trabajo?- Pues, es algo que llevo pensando desde hace tiempo”. Ese sería, muy probablemente, el breve diálogo imaginario entre el/la profesional y su  interlocutor/a.  

En segundo lugar, las condiciones laborales. Es preciso reconocer que estas no son las más adecuadas, ni en lo que se refiere a los niveles salariales, ni a los horarios ni a las cargas de trabajo. Recientemente, la Generalitat de Catalunya ha iniciado una campaña  para la mejora de la asistencia en las residencias geriátricas; con este objetivo se van a impartir cursos de formación pero, ¡ojo al dato!, no se mejorarán las ratios de  profesionales ni tampoco los niveles salariales. No es preciso advertir que sin cambios drásticos en estos dos elementos los objetivos propuestos no se podrán alcanzar.  

En tercer lugar, la propia percepción de los usuarios de las residencias. Este es, en mi opinión, el punto más crucial. Sería muy interesante realizar una encuesta a las personas ancianas que viven en esos centros, saber qué opinan, qué vivencias tienen, qué les supone residir allí. El antropólogo Josep Maria Fericgla, también citado por el  Dr. Burgueño, ha escrito que la integridad psicológica del anciano sufre un fuerte choque emocional al verse así mismo en situación de internarse en una residencia. Ello es así debido a que ha perdido la mayor parte de los puntos de referencia válidos hasta  entonces, se ha diluido el sentimiento de utilidad, la autoimagen se ha resquebrajado, las relaciones sociales mantenidas desde años atrás han entrado en un proceso de deterioro y el alejamiento de la estructura familiar es prácticamente definitivo. Hace unos años, un familiar próximo, ingresado en un centro sociosanitario debido a un  problema serio de salud, me explicó que deseaba ansiosamente regresar a su casa. Su vida cotidiana en el centro consistía en contar el número de trenes de alta velocidad que circulaban diariamente y que observaba atentamente desde la ventana del comedor. Pero, tiempo después, al preguntarle cómo se encontraba, me respondió: “!Estoy aquí, prisionero!”  

Sí, exactamente eso, “prisionero” de un cuerpo que había perdido parcialmente la movilidad por culpa de un accidente vascular cerebral, y prisionero en un dispositivo que sólo le podía ofrecer los cuidados de enfermería y de la doctora geriatra que lo visitaba de vez en cuando. Este familiar había perdido su posición en lo social, las conversaciones con sus amigos jubilados, las excursiones por los alrededores de su ciudad, los encuentros con los familiares. Su ingreso en el centro sociosanitario fue definitivo, allí perdió su vida. Para muchas, la mayoría, de las personas ancianas, el ingreso en un centro geriátrico es el viaje a ninguna parte, es el fin de una vida que ha  sufrido una ruptura radical, justamente la que supone su entrada en el centro. Es la pérdida de la esperanza en que lo que va a recibir servirá para algo. Sí, en muchos casos, las residencias geriátricas son lugares tristes donde viven ancianos sin esperanza y el reto de la sociedad, del conjunto de la ciudadanía es el de poder revertir este drama, pero para ello se precisan más elementos que cursos de formación o de  sensibilización dirigidos a los profesionales. Se precisan cambios radicales en el enfoque social y asistencial del envejecimiento y esos cambios tienen unas repercusiones económicas considerables, derivadas de incrementos salariales y de las  plantillas profesionales. ¿Está dispuesta la ciudadanía a asumir estos costes? 

 

Sobre el autor:

Josep Moya Ollé

Josep Moya Ollé

Josep Moya Ollé (Barcelona, 1954) es psiquiatra y psicoanalista. Actualmente es presidente de la Sección de Psiquiatras del Colegio Oficial de Médicos de
Barcelona.

Ha trabajado activamente en el ámbito de la salud pública, siendo presidente del comité organizador del VII Congreso Catalán de Salud Mental de la Infancia y psiquiatra consultor del SEAP (Servei Especialtizat d'Atenció a les Persones), que se ocupa de la prevención, detección e intervención en casos de maltratos a mayores.

Es el fundador del Observatori de Salut Mental i Comunitària de Catalunya.

Su práctica clínica privada la realiza vinculado a CIPAIS – Equip Clínic (Centre d’Intervenció Psicològica, Anàlisi i Integració Social) en el Eixample de Barcelona.

Como docente, imparte formación especializada en ACCEP (Associació Catalana per a la Clínica i l’Ensenyament de la Psicoanàlisi), en el Departament de Benestar Social i Família y en el Centro de Estudios Jurídicos y Formación Especializada del Departament de Justícia de la Generalitat de Catalunya.

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