

Estamos ante una guerra distinta de las que conocemos por los libros de historia y las películas de cine. En las guerras de siempre había batallas que ganaba el ejército más poderoso, más valiente o mejor dirigido; en esta se destruyen ciudades, pero a cañonazos o bombardeos. En las antiguas, la guerrilla tenía un papel épico, que inspiró deliciosas páginas literarias; en esta suponemos un gran heroísmo de la resistencia, porque las máquinas de matar de Rusia no avanzan según las previsiones de Putin, pero nos falta el relato. En otras era muy importante el control de la información, pero se garantizaba la vida del informador, conocido como corresponsal de guerra; en esta, la dictadura rusa no protege al cronista, lo amenaza con la cárcel y en la sociedad de la información asistimos a un conflicto en que el agresor no quiere tener testigos de sus fechorías y los expulsa o los liquida. Y en las guerras antiguas el comercio tenía una función limitada; en esta, es un arma de guerra; con él se trata de rendir y ahogar al enemigo; hay misiles que contienen munición de suspensión de compras o de cerco económico. Pero hay un detalle que no cambia: se sigue matando igual.