Escribo este apunte en la madrugada del viernes. En los periódicos, incluido este que usted está leyendo, se habla de la intención del gobierno de decretar el estado de alarma en la ciudad de Madrid. La sentencia del Tribunal Superior de Justicia ha producido alegría y estupor. Alegría en quienes querían salir de la ciudad por el puente y no se atrevían por los controles. Era como si los jueces les devolvieran la libertad cercenada por el confinamiento. Estupor, por la evidencia de que vivimos en plena inseguridad jurídica: no puede ser que el gobierno de la nación desconozca las leyes o las aplique de forma impropia. No puede ser que, según la sentencia, se haya intentado que una simple orden pise derechos fundamentales. Y no puede ser que se hayan desatendido las propuestas de una nueva ley que Núñez Feijoo propuso y finalmente presentó. Esto no es un asunto de victorias o concesiones políticas, señores gobernantes. Personalmente estoy en la idea de que, con norma de Ayuso o decisión del Consejo de Ministros, del estado de alarma, aunque lleve otro nombre, no nos libra ni la caridad. Como cronista de lo que ocurre, me acerco a la indignación por el desconocimiento de las leyes que se ha demostrado, por el ridículo hecho y por la inseguridad que transmite. No merecemos tanta frivolidad.