En la última década, el concepto de zonas azules ha trascendido del ámbito académico al terreno de la cultura popular, los medios y el marketing del bienestar. Presentadas como territorios mágicos donde la vida humana se alarga con naturalidad y sin decrepitud, regiones como Okinawa (Japón), Cerdeña (Italia), Icaria (Grecia), Nicoya (Costa Rica) y Loma Linda (California) se han convertido en sinónimo de longevidad saludable. Sin embargo, una mirada más crítica, apoyada en datos demográficos y en evidencia sociológica, invita a poner esta narrativa bajo revisión.
Como sociólogo especializado en longevidad y economía del envejecimiento, sostengo que el modelo de las zonas azules tiene méritos parciales, pero adolece de tres errores graves: un reduccionismo mediático que diluye su complejidad sociocultural, un enfoque mercantil que banaliza su valor científico (está bien divulgar, pero uno percibe que hay más interés mercantil que de prolongación de la vida en calidad), y una musculatura estadística más aspiracional que real.
Lo que sí tienen en común: un marco coherente para el buen envejecer
No es necesario deslegitimar por completo el concepto para poder criticarlo. Yo no lo hgo. Las zonas azules comparten una serie de factores que, sin duda, coadyuvan al buen envejecer. Diversos estudios —algunos de ellos con más entusiasmo que rigor— han identificado al menos nueve o diez características comunes, cuya combinación favorecen, y es obvio, no hacía falta tanto aparataje, la longevidad con calidad de vida:
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Actividad física constante pero moderada, integrada en la vida cotidiana, como caminar, trabajar la tierra o subir escaleras.
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Alimentación basada en vegetales, legumbres, cereales integrales y bajo consumo de carne roja.
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Consumo moderado de alcohol, especialmente vino en pequeñas cantidades.
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Redes sociales fuertes, con vínculos intergeneracionales sostenidos y comunitarismo estructural.
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Propósito vital claro, lo que en Okinawa llaman ikigai y en Nicoya plan de vida.
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Prácticas de reducción del estrés, como la oración, la meditación, las siestas o la conexión con la naturaleza.
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Sentido de pertenencia y espiritualidad, con religiosidad moderada o filosofía de vida integrada.
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Compromiso familiar profundo, especialmente hacia los mayores, que permanecen en el centro de la vida social.
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Baja exposición a factores de riesgo urbanos, como contaminación, ruido o alimentación industrial.
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Entornos accesibles, seguros y caminables, diseñados —aunque de forma no planificada— para la interacción comunitaria y el envejecimiento activo.
Todos estos elementos componen, sin duda, un ecosistema propicio para envejecer con bienestar, pero no necesariamente un modelo extrapolable o universalizable. Y ese es el primer gran malentendido, en mi opinión.
La trampa de la exportación de recetas
En una época donde lo intangible vende —el mindfulness, el wellness, el slow life—, la tentación de convertir estas zonas en laboratorios de recetas replicables ha sido demasiado grande. Pero el buen envejecer no es un “producto” ni una metodología que se pueda copiar y pegar. El propio Dan Buettner, promotor del concepto, ha llevado el discurso hacia una mercantilización que resta credibilidad al fondo de la cuestión, según mi criterio.
Su proyecto Blue Zones Project, convertido en franquicia y marca registrada, ha derivado en una suerte de “consultoría de longevidad” para ciudades y organizaciones, con promesas de transformación comunitaria. Pero, ¿hasta qué punto esto se basa en evidencia científica sólida? ¿Cuánto hay de aspiración y cuánto de verificación?
La respuesta es incómoda: los datos sobre longevidad extrema en estas zonas han sido fuertemente cuestionados por demógrafos como Saul Newman, quien ha documentado errores sistemáticos en los registros de edad, inconsistencias en la documentación histórica y una sobrerrepresentación de casos atípicos. La supuesta concentración de centenarios podría ser en parte un espejismo estadístico, exacerbado por el deseo de encontrar “lugares mágicos” donde el tiempo se detiene.
Lo que no cuentan: cuidados invisibles y estructuras resilientes
Más allá de la narrativa inspiracional, hay elementos estructurales que explican buena parte de la longevidad en estos territorios. Las zonas azules no son ajenas al fenómeno de los cuidados, aunque lo presenten de forma informal: familias ampliadas, cuidado intergeneracional, baja institucionalización y fuerte rol de la mujer cuidadora (desde una perspectiva machista, solo hay que ver el documental de Netflix). De hecho, lo que en muchos casos llamamos “comunidad longeva” es, en realidad, una sociedad cuidante.
Desde la perspectiva de la Silver Economy y del análisis comparado de los cuidados, sabemos que los factores que verdaderamente sostienen la longevidad poblacional son:
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Acceso a cuidados continuados y personalizados.
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Coordinación sociosanitaria efectiva.
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Prevención y detección precoz de la fragilidad.
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Infraestructuras urbanas y rurales amigables con la edad.
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Participación activa en la comunidad y en decisiones vitales.
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Tecnologías asistenciales que reducen la dependencia.
Nada de esto aparece en las zonas azules como discurso articulado. Y sin embargo, eso es lo que necesita cualquier sociedad que quiera envejecer bien a gran escala.
La paradoja de mucha longevidad y poca política
La mitología de las zonas azules ha tenido un efecto paradójico: ha desviado la atención de las verdaderas reformas necesarias. Mientras algunos municipios tratan de convertirse en la “nueva Okinawa” europea, seguimos sin resolver problemas estructurales como:
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El déficit de plazas residenciales adaptadas (España necesita más de 85.000 nuevas).
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La infrautilización de la telemedicina (menos del 12% de los centros sociosanitarios la emplean con eficacia).
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El abandono político de la geriatría como especialidad clave.
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La falta de atención realmente centrada en la persona en servicios y cuidados.
La longevidad no es un fenómeno aislado: es el síntoma visible de una red de factores complejos y sostenibles, que requieren inversión, planificación, tecnología y un nuevo modelo de sociedad.
Conclusión: entre la metáfora inspiradora y el espejo deformante
No hay que desechar la metáfora de las zonas azules. Son relatos que inspiran, que conectan con la idea de una vida digna y saludable hasta edades avanzadas. Pero tomarlas como modelo único o exportable es un error metodológico y político.
Desde la sociología aplicada al envejecimiento, abogo por una visión más madura: longevidad con cuidados, longevidad con dignidad, longevidad con sistema. Necesitamos una "zona azul estructural", donde la calidad de vida de los mayores no dependa de la geografía, sino de decisiones colectivas, diseño inclusivo, planificación de servicios y sensibilidad intergeneracional. Más inversión y menos magia sonriente.
Las zonas azules nos enseñan que envejecer bien es posible. Pero si no construimos los cuidados del futuro desde hoy, ese futuro seguirá siendo privilegio de unos pocos —y mito para los demás. Menos magia y liturgia, más inversión y decisiones.