Este país tiene un problema. Cada vez que un político, preferiblemente el jefe del gobierno, lanza un mensaje positivo a la sociedad, tropieza con la misma respuesta: está haciendo electoralismo. Conspicuos analistas, prestigiosos parlamentarios y plumillas de aluvión estrujan sus argumentos para justificar su discurso y siempre los encuentran, con lo cual la intención electoralista de quien dirige la política nacional queda demostrada. La consecuencia posterior es que los mismos analistas llegan o llegamos a la conclusión de que se hace una política de corto alcance –cortoplacista le llaman–, no hay proyectos serios de futuro, todos miran a las próximas elecciones y todo se convierte en vulgar e inconfesable estrategia electoral. Lo malo es que esas críticas tienen razón. Como estamos permanentemente en campaña electoral –desde las últimas elecciones generales hubo elecciones en Galicia, País Vasco, Cataluña y ahora en Madrid–, no hay calma ni sosiego para programar a largo plazo y todo se vuelve urgente, necesidad de ganar, necesidad de derrotar, necesidad de poder. Así no hay forma de gobernar un país.