
Martes 30 de septiembre de 2025
4 minutos
Este pasado domingo, 65YMÁS publicaba un artículo, firmado por el periodista Lucas Leal, sobre Manuel Álvarez Escudero, un madrileño de 103 años que, el próximo mes, cumplirá los 104. A Manuel Álvarez se le conoce popularmente como 'Manolín'. Lucas Leal contaba que cumplir 104 años es ya todo un logro, uno de los pocos casos de personas que llegan a superar la centena. Además, Manolín presenta solo unos pocos déficits sensoriales, de visión y audición, y debe utilizar un andador. Hasta aquí nos encontraríamos con un hombre muy longevo y que, en general, goza de una buena salud, si exceptuamos los mencionados déficits sensoriales y motores. Pero, lo más digno de resaltar es que Manolín es el ajedrecista en activo y federado más longevo del mundo. Cada año compite en el Open Internacional de Moratalaz y tiene registrada una trayectoria ajedrecista con casi 1.740 puntos.
En el artículo se pone énfasis en un punto crucial: Manuel Alvarez lleva una vida tranquila, con unos hábitos regulares que incluyen el intercambio social con los amigos y conocidos mientras juega a la pocha y, especialmente, la práctica diaria del ajedrez. Ejercitar la mente es tan importante como hacer ejercicio físico.
Hasta aquí al artículo. Centrémonos ahora en los mecanismos neuronales implicados en los hábitos de Manolín. Podemos empezar con una afirmación general: el cerebro va cambiando a lo largo de la vida generando diferentes redes de comunicación de información en función de la estimulación que recibe. Un concepto clave es el de plasticidad neural. Esta se refiere a la capacidad del sistema nervioso de poder modificarse en función de las condiciones cambiantes del ambiente y de la experiencia, incluyendo la capacidad de readaptación o reparación ante lesiones. Esta flexibilidad del sistema nervioso puede operar tanto a nivel celular como a nivel subcelular en la forma de una plasticidad sináptica que implica cambios en las conexiones (o sinapsis) entre las células nerviosas.
Existen dos tipos de plasticidad cerebral: la funcional y la estructural.
Por la primera se entiende la capacidad del cerebro para reasignar funciones desde un área dañada a otras áreas no afectadas, permitiendo que el cerebro se adapte y recupere habilidades perdidas, como el lenguaje o el movimiento, tras una lesión, como un ictus
Por otro lado, la plasticidad estructural implica un proceso de aprendizaje en virtud del cual el cerebro puede modificar su estructura física. Esto se debe a la habilidad que tienen las neuronas para cambiar sus componentes estructurales gracias a mecanismos epigenéticos y a partir de la experiencia. Con la capacidad de aprendizaje el cerebro experimenta el nacimiento de nuevas conexiones sinápticas, lo que se traduce en el refuerzo de los circuitos neuronales. En otras palabras, la experiencia modifica la estructura neuroanatómica de la red neuronal, hecho que se ha podido demostrar mediante estudios detallados con microscopia electrónica: al aprender habilidades motoras, la densidad de contactos sinápticos (conexiones entre neuronas) se incrementa en estructuras como el cerebelo y la corteza cerebral.
Hace algunos años, el neurocientífico Francisco Mora, profesor de fisiología humana en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid, describió en su libro Ser viejo no es estar muerto (2017) los experimentos que había realizado en su propio laboratorio sobre enriquecimiento ambiental en ratas sometidas a diferentes situaciones ambientales. Las ratas que a lo largo de su ciclo vital habían vivido en grupos de doce o más animales, es decir, que habían tenido una abundante interacción social, habían experimentado cambios positivos en sus estructuras cerebrales; así, por ejemplo, presentaban un aumento del número de neuronas nuevas y de ramas dendríticas y contactos sinápticos. Mora señaló que “todo ello contribuye al mantenimiento durante el envejecimiento de la curiosidad y la actividad motora espontánea durante largo tiempo en esos animales”.
Refiriéndose ya a seres humanos, Mora nos dice que durante el envejecimiento “hay que ser muy consciente de la necesidad imperativa de mantener unas buenas relaciones sociales, y que este período de la vida requiere del calor emocional de los otros, de su presencia sensorial y física y del lenguaje y de sus silencios”. Y añade que “una mala interacción social conduce a una situación de estrés crónico que, debido al alto nivel de hormonas corticoides que genera, altera el funcionamiento neuronal en muchas áreas del cerebro”.
Manolín cultiva a diario las relaciones con los otros, con aquellos con los que comparte su afición por los naipes, está rodeado de personas que le reconocen, le admiran, conversan con él, le dan un lugar. Y si, además, Manuel es un maestro del noble arte del ajedrez, tenemos ya la joya de la corona del buen envejecer: ejercicio (físico y mental) y buena interacción social.
Es evidente que necesitamos muchos Manueles y muchas Joaquinas. Sí, aquella señora que a sus 100 años leía cada día, conversaba con sus vecinas y amigas, acudía a la biblioteca y estaba al corriente de lo que sucedía en el mundo.